¡Bienvenido seas!
Antes que nada, quiero agradecer que hayas tomado unos minutos para visitar mi blog.
Si eres perspicaz, y creo que lo eres, te habrás dado cuenta por mis apellidos, que por mis venas tengo corriendo una mezcla bastante particular, por no decir rara.
Soy Parodi, de la dinastía de los Parodi como diría un buen amigo, un apellido originario de Italia; aunque en honor a la verdad, soy Parodi por accidente, ese vendría a ser realmente el segundo apellido de mi padre; el primero debió ser Solano pero por cuestiones que ahora no voy a explicar (eso lo diré en una novela), le chutaron el Parodi en la pila bautismal. El apellido Solano, es originario de España.
Mi segundo apellido, ese sí bien puesto, es Quiroga también proveniente de España, de la región de Galicia y de Sevilla, dicen.
Así que entre pecho y espalda, me cargo unos apelliditos que le han heredado al mundo una importante estela de escritores, artistas y otra serie de extrañas criaturas.
Claro, no soy escritor por los apellidos que llevo, no; entre la pléyade de Parodi con recorrido en las letras y otros artilugios y yo hay un universo de distancia. Lo mismo sucede entre el gran Horacio Quiroga y este servidor. Así que mis apellidos en realidad nada tienen con mi vocación por la literatura y las letras.
Nací en Bogotá, la capital de mi país; a no más de cinco años nos fuimos a vivir a Fonseca en el sur de La Guajira el departamento ubicado en la región más septentrional sobre el año 1969, lo más cercano a un cambio del cielo a la tierra para todos: del frio de la capital, directo al calor insufrible de una tierra inhóspita y semidesértica; de las comodidades de la gran ciudad, a la precariedad de un pequeño pueblo que ni siquiera contaba con luz eléctrica. Allí viví hasta mi juventud cuando me trasladé nuevamente hasta la capital para iniciar mi carrera de abogado, la cual culminé en la ciudad de Barranquilla hace casi treinta años ya.
Mi infancia en la Guajira fue particular, no Feliz (como acostumbran a decir casi todos). Era un forastero allá, aunque yo me sentía más guajiro que nadie; al fin y al cabo, el bendito pueblo ese fue fundado por los antepasados de mi familia. Sin embrago mi procedencia, el cuidado con que mamá nos vestía cada tarde, la forma particular de mi manera de hablar, me valió el remoquete de cachaquito (etiqueta con la que se hace referencia despectiva a los nacidos en el interior del país).
Cuando estudié en Bogotá, mi procedencia, el color de mi piel, el descuido que tenía al vestir y la forma particular de mi manera de hablar, me valió el remoquete de costeño (la etiqueta con la que se hace referencia despectiva a los oriundos de la costa caribe). Tampoco fui feliz en Bogotá.
Decidí irme a vivir a Barranquilla, y allá sí que se enredó el asunto, porque nadie sabía si yo era cachaco o costeño. Pero en Barranquilla me quedé y concluí que yo era un ciudadano del mundo, como la famosa canción de Alberto Cortez: ni soy de aquí…ni soy de allá y ese pensamiento me hizo muy feliz: ¡Soy ciudadano del mundo!
Creo que la multiculturalidad a la que estuve expuesto en los años de formación, ha sido fundamental en la concepción de la vida, en el enriquecimiento de las experiencias personales y por supuesto eso es evidente no solo en mi personalidad (una especie de colcha de retazos) si no en las cosas que escribo.
Las historias fantásticas y surreales de la Guajira (esas que le llaman realismo mágico) que nuestras vecinas tres viejitas bonitas y solteronas, nos contaban cada noche, el formalismo universal y casi cuadriculado de la cultura capitalina y el desparpajo y la alegría de la cultura barranquillera, claro que ejercen una poderosa e innegable influencia en mi pensamiento y me han suministrado insondables insumos a la hora de escribir prosa, poesía o de componer una canción.
Pero, mis experiencias de vida, tampoco son las responsables de que sea (o pretenda ser) escritor, aunque me quedaría de lujo decir que por mis venas corren ríos de literatura heredada de mis antepasados; suena bien, pero no es así.
La gran verdad es que mi amor por las letras, por la narrativa, por la poesía se la debo al libro que ha marcado mi vida desde muy joven: la Biblia (y no te afanes que no voy a hablar de religión) un libro fascinante que contiene a su vez más de sesenta libros diferentes, escrito en un lapso de más de mil años, por cuarenta autores de diferentes épocas, nacionalidades y condición social. Cuenta historias fantásticas, narra gestas legendarias y batallas increíbles, contiene las más bellas poesías de amor de este y el otro mundo; su mensaje conmueve, liberta o condena y genera controversia, en su nombre se han cometido desafueros e injusticias y sea que se acepte o no, ha trascendido el tiempo e independientemente de cómo la quieras ver, nadie cuestiona que es un verdadero tratado de literatura hebrea, griega y latina. Entre muchas cosas, con la Biblia aprendí que con las letras se trasciende.
Bueno, también me gusta contar historias, tengo una imaginación increíble, vivo enamorado de mi mujer, de mis cinco hijos y mis tres nietos, agradezco cada minuto de vida y lo disfruto observando el detalle de perfección en la naturaleza, en la luz del sol, en las nubes que viajan por el cielo y la brisa que acaricia mi cara; me enerva la injusticia y las caricias de mis hijas me ponen a sus pies; la música me transporta a otro mundo y siento que puedo morir tranquilo después de cada beso de mi mujer (claro mejor no me muero para seguir besándola), he leído casi todos los clásicos del siglo de oro y me han pasado un montón de cosas tan increíbles, que al final la pregunta correcta no es ¿por qué soy escritor? Si no ¿cómo no ser escritor?
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