Escribo con el pie derecho
Estaba pletórico, sentía que por fin estaba superando los efectos funestos del virus que en forma de secuelas, aparecían en sucesión macabra para no dejarme olvidar que una vez fui habitáculo de esa infernal enfermedad.
Estaba pletórico, sentía que por fin estaba superando los efectos funestos del virus que en forma de secuelas, aparecían en sucesión macabra para no dejarme olvidar que una vez fui habitáculo de esa infernal enfermedad.
Miro de nuevo por la ventana, las nubes siguen ahí, quietas, indiferentes; hago fuerza para que se rejunten, estallen en rayos y centellas y se derritan sobre esta tierra olvidada, a ver si se aplaca la flama infernal que quema y desespera.
Esperábamos que todos subieran las encaracoladas escaleras del campanario y Fidel y yo nos dirigíamos al fondo a dar cuenta de las obleas y de una (o dos) copitas de vino, por cortesía no manifestada del Padre Oñate, el párroco del pueblo.
Era un espacio vital que marcaba de manera importante los meses restantes. No lo superaba las fiestas decembrinas ni lo eclipsaba la proximidad terrorífica del nuevo año escolar que se asomaba amenazante.
No sé si por cuenta de los aires otoñales que han comenzado a visitarme con frecuencia, empecé a experimentar algo de nostalgia por aquellos días de la escuela. Estaba a una cuadra de la calle que termina en la entrada misma del colegio…
Era un guajiro recién llegado a Bogotá, el frío de la capital estaba empecinado en colonizar mis huesos y desplazaba con una bocanada gélida el calor que llevaba grabado en los tuétanos